Acueducto de Segovia

El acueducto de Segovia es una de las más importantes obras de ingeniería hidráulica llevada a cabo a mano de los los romanos durante el siglo I y la primera mitad del siguiente con el objetivo de llevar el agua al asentamiento militar que vigilaba a los vaceos y que ha estado funcionando hasta hace apenas unos años para abastecer a la ciudad de Segovia.

El agua captado procede del río Acebeda, que se encuentra situado a los pies de la sierra de Guadarrama (Valsaín), aproximadamente a unos 20 km de la ciudad.

El monumento está compuesto con dos filas de arcos superpuesta una encima de la otra. Cuenta con 128 pilares y mide, en su altura máxima, casi 29m contados desde el suelo. El canal que discurre por encima medía originalmente 30×30 cm.

El Acueducto de Segovia fue restaurado a finales del siglo XV por ordenes de los Reyes Católicos fue y desde que eso sucediese el gran monumento ha sido mantenido y utilizado. Postetiormente se cambiaría el conducto de madera por el que circulaba el agua por uno de cemento.

La parte que puede verse tan solo es una parte del monumento, que se esconde a lo largo de la ciudad conformando un gran sistema hidraulico. Se considera uno de los monumentos más importantes de la península.

La leyenda del acueducto

En otro tiempo había en Segovia una casa feudal que estaba situada en lo más alto de la ciudad; se distinguía de todas su vetusta construcción y por el complicado blasón que sobre la puerta principal estaba esculpido, prueba evidente de la alcurnia de sus moradores. En efecto, allí habitaba un señor de horca y cuchillo, alrededor de cuyos pendones se juntaban numerosos vasallos que contribuían a acrecentar el poderío de su señor, haciendo frecuentes correrías por tierras enemigas.

Entre los muchos servidores que había en aquella mansión, se encontraba una joven que ganaba su sustento conduciendo a la casa del lejano río,  todo el agua  que se necesitaba para el consumo. Era la muchacha hermosa como pocas y causaba la admiración de la gente moza que acudía a bailar en la plaza los días festivos, donde al son de la dulzaina y el tamboril, se reunía lo más bullanguero de Segovia, para distraerse y descansar de las faenas del resto de la semana.

Un día en que la población celebraba una de sus principales fiestas, mientras todos se entregaban a distintas diversiones, la joven servidora estuvo hora tras hora llevando agua para el palacio de su señor, en el que había gran algazara y muchos convidados. Era ya muy entrada la noche, y la muchacha continuaba yendo por agua, cuando fatigada y sin poder contener la ira que encerraba  su pecho, se detuvo, contemplando lo mucho que le faltaba para andar aún para llegar al río, y dejando el cántaro en el suelo, se sentó, rendida por el cansancio, en una piedra que allí próxima había, y no pudiendo resistir por más tiempo que la penosa tarea de ir y venir un día y otro, desde lo más alto de la población hasta el lejano río que la abastecía, paso por su mente una idea horrible, y de sus labios, trémulos por la rabia, se escaparon estas palabras:

”¡Daría mi alma al demonio, si trajese el agua hasta el Azoguejo¡”

“La tendrás donde deseas-respondió una voz de timbre extraño, próxima al sitio donde la joven se encontraba.

¿Quién sois? -dijo ésta, al contemplar ante ella sin explicarse por dónde había venido, un gallardo paje que parecía de casa grande, a juzgar por su rica vestidura.

Vengo a realizar tus deseos para que acabe tu penosa tarea -contestó el singular aparecido.

¿Eres el diablo? -exclamó la joven sobrecogida y sin acertar a darse cuenta de lo que oía.

Tú lo has dicho, replicó el doncel sonriéndose, y tendrás el agua para siempre en el sitio que la quieres, si en cambio me das el alma como hace poco ofrecías.

Convenido, contestó la joven, pero con una condición: que si mañana antes de que salga el sol no está tu obra concluída por completo; mi alma no te pertenecerá.

La acepto, dijo el diablo, sin reparar en la magnitud de lo que prometía, y sacando de una bruñida escarcela, pluma, tintero y un pergamino, extendió en él un contrato, según acostumbraba a hacer en situaciones análogas, y apenas lo firmó la joven, desapareció el paje sin dejar rastro de su paso.

El diablo reunió apresuradamente en torno suyo todas las legiones de demonios que tenía a sus órdenes y les comunicó la obra que era preciso emprender sin dilación, y todos empezaron a trabajar al instante como desesperados: unos en abrir el cauce para transportar el agua de la cercana sierra, otros en cortar piedra, aquellos poniendo los cimientos para la colosal obra, los de acá iban armando los andamios, los de más allá subiendo enormes sillares que formaban como por encanto soberbios arcos; tanta era la precipitación con que los construían que no se detuvieron a pulimentar las piedras, y según  las cortaban las iban colocando con precisión admirable, sin emplear betún ni argamasa en las junturas.

Pero la obra en que se habían metido, no era tan fácil como al diablo le pareció al principio, y por más que se esforzaban, veía la imposibilidad de que estuviera terminada antes del breve plazo que había convenido, mas no cejó en su empeño, y para estimular a sus cuadrillas de infernales obreros, él mismo puso manos a la obra, con lo que estos redoblaron sus esfuerzos.

No se oís en todo el ancho del valle más ruido que el confuso golpear de las diferentes herramientas que en aquella construcción se empleaban, y un gesto o una seña de Satanás bastaba para hacerlos comprender su pensamiento, pero entretenidos en tan ardua tarea, no advertían que la oscura noche iba cediendo su imperio al claro día, y que alegre la naciente aurora, parecía sonreírse al contemplar aquella empresa prodigiosa.

El diablo estaba colocando las piedras de la última arcada, que era la más soberbia por su singular altura, y cuando estaba dictando las disposiciones para la elevación de la piedra que habría de terminar aquella construcción admirable, el sol apareció brillante como nunca por encima de los encumbrados picos de la próxima sierra y dejó caer sus dorados rayos sobre el monumental acueducto, antes que Satanás consiguiera dejar en su puesto la piedra que habría de servir de remate a aquella obra hija de su titánico esfuerzo.

Al sentirse vencido cuando tan próximo estaba su triunfo, desplomóse Satán, retorciéndose de ira, y al caer en tierra se hundió en sus entrañas, deshaciéndose como por arte de encantamiento, aquellas animosas brigadas de diabólicos obreros, que bajaron confundidos a las mansiones de las tinieblas.

Los segovianos no se acertaron a explicar cómo en una noche había surgido aquella gigantesca construcción, y cuando supieron la singular entrevista de la doncella con Satanás y ella les contó el contrato que habían hecho, dieron todos gracias a Dios que no había consentido que se condenara el alma de aquella joven y desde entonces llaman al maravilloso acueducto, el puente del diablo.